Comentario
Viajes a Centroamérica y Yucatán
En 1836, John Lloyd Stephens llegaba a Londres procedente de Alejandría, en escala obligada, tras su largo periplo europeo, camino de Nueva York. Fue en la capital londinense donde conoció personalmente a Frederick Catherwood al visitar los Panoramas de la Plaza Leicester, si bien ya había contactado en Jerusalén con algunos trabajos del genial dibujante inglés. Ese mismo año de 1836, el Panorama de Catherwood viajó a Nueva York tal vez por recomendación del propio Stephens, quien llegó a alabarlo en la octava edición de Arabia Pétrea, aparecida en 1838.
Parece ser que fue John R. Bartlett, autor de varias obras como, por ejemplo, The Progress of Etnology, y fundador de la editorial Bartlett & Weiford, quien puso en contacto a Stephens con las civilizaciones americanas. El abogado neoyorquino, que abandonó la abogacía por la política y acabó convirtiéndose en viajero, explorador y, más tarde, en arqueólogo, leyó con atención el escaso, y a veces poco fiable, material que en esa época existía sobre un mundo prácticamente desconocido. Por sus manos debieron pasar los relatos del español Antonio del Río sobre las excavaciones de Palenque de 1787 auspiciadas por Carlos III, la relación de las expediciones que, de 1805 a 1807, efectuó el capitán Guillermo Dupaix a Mitla y Palenque, o el trabajo del yucateco Lorenzo de Zavala Sáenz, embajador de México en París, sobre la ciudad de Uxmal; publicaciones estas últimas contenidas en la obra Antiquités Méxicaines. Esta serie de descripciones que hablaban de magníficos edificios, agrupados o dispersos en lugares apartados y recónditos y que, por lógica, conectaban con civilizaciones y culturas avanzadas, era algo que debía chocar irremediablemente con el espíritu y el conocimiento de la época, en una América donde las culturas indígenas eran totalmente despreciadas.
No cabe la menor duda de que el concepto de indio existente en aquellos momentos se hallaba condicionado por las fantásticas teorías que, sobre el poblamiento de América, se habían vertido desde siglos atrás. Para algunos autores, los relatos de los españoles al describir alguna de las grandes ciudades presentes en el inmenso territorio conquistado eran exagerados, pues tales restos no existían. Sin embargo, cuando las edificaciones comenzaron a ser conocidas y las narraciones sobre ellas se multiplicaron, las exageraciones de los cronistas dejaron paso a un nuevo tema de discusión. ¿Quiénes eran los constructores? Evidentemente, se pensaba que ni los indígenas que habitaban aquellas tierras, ni sus antepasados las habían erigido; por lo que fenicios, egipcios y judíos, entre otros pueblos dispares, rivalizaban, en boca de los eruditos, por ser los pueblos que levantaron tan majestuosos edificios. Esta corriente de opinión llegó incluso hasta comienzos del siglo XIX, época en la que Lord Kingsborough, autor de The Antiquites of Mexico, afirmaba en su voluminosa obra que los aborígenes americanos pertenecían a las Diez Tribus perdidas de Israel. En este estado de conocimientos, al indígena americano se le relacionaba inexcusablemente con seres inferiores, salvajes que cubrían sus cuerpos con pieles, que vivían en chozas, poseían armas rudimentarias y, lo que es más lamentable aún, incapaces de cualquier tipo de actividad intelectual o creadora. Individuos con estas características no podían haber levantado los suntuosos palacios y templos que comenzaban a descubrirse en la América tropical.
El éxito económico que supuso para su autor la publicación de Arabia Pétrea, el carácter inquieto y aventurero de Stephens y su amistad con Catherwood, fueron factores determinantes en la decisión que el norteamericano iba a tomar: viajar hasta esos lugares y comprobar personalmente la veracidad de tales afirmaciones; decisión que se vio fortalecida gracias a su nombramiento diplomático en calidad de embajador de los Estados Unidos ante el Gobierno de América Central. Tras la firma de un contrato por el que Catherwood recibía 1.500 dólares a cambio de su trabajo como arquitecto, delineante, topógrafo y dibujante, ambos personajes embarcaron el día 3 de octubre de 1839 en el Mary Ann rumbo a Belice. El redescubrimiento de los mayas estaba cada vez más cerca.
En este primer viaje ninguno de los dos exploradores sabía a ciencia cierta lo que iban a encontrar. Los nombres de Copán, Palenque y Uxmal, que habían visto impresos en las obras publicadas hasta esas fechas, estaban envueltos en un halo de misterio difícil de precisar. Ninguna de esas ciudades aparecía reflejada en mapa alguno, y, sin embargo, los relatos hablaban de ellas como grandes centros dotados de una arquitectura monumental que no se correspondía con el aspecto decadente y el carácter, relativamente sumiso, de los pobladores indígenas de aquellas tierras.
Stephens y Catherwood partieron desde Belice con destino a Copán, en un viaje que podríamos calificar de épico. Tras algunos días de camino por sendas impracticables, agobiados por el calor, la humedad y los insectos, llegaron a la población de Comatán, encontrando refugio en el cabildo de la aldea. Y es aquí donde se registra el primer incidente grave de su viaje, al ser retenidos por gentes armadas, a los que en absoluto intimida el pasaporte norteamericano que Stephens exhibe. Tras unas tensas negociaciones, el grupo explorador puede continuar su camino; el que les llevará a Copán y al primer contacto con los restos de la cultura maya antigua. Allí treparon por las pirámides, medio ocultas por la tupida vegetación, contemplaron las esculturas, las estelas y los grabados que habían resistido el paso del tiempo, y llegaron a una conclusión: #América, dicen los historiadores, estuvo habitada por salvajes, pero los salvajes nunca labraron estas piedras#
De regreso a la aldea de Santa Rosa de Copán, cercana a las ruinas, tropiezan con un nuevo inconveniente. Don José María Acevedo, propietario de las tierras sobre las que se asienta Copán, receloso de la presencia de gentes extrañas en sus posesiones, les niega el paso a las ruinas, afirmando que todo aquello le pertenecía. Evidentemente, el fuerte carácter de Stephens y su condición de diplomático no podían permitir semejante afrenta. Habían venido desde muy lejos, viajado en condiciones muy penosas, y estaban a punto de fracasar ante las mismísimas puertas de la ciudad. Ante estos hechos, y después de una larga meditación, Stephens optó por la única solución que le quedaba: comprar Copán. Vestido con su traje de embajador, que sin duda impresionó a la concurrencia, don José María le vendió los improductivos terrenos y las ruinas por la increíble cantidad de cincuenta dólares.
Y de esta forma, el 17 de noviembre de 1839 dieron comienzo en Copán, desde un punto de vista científico, las primeras investigaciones arqueológicas del área maya. Mientras Stephens, ayudado por varios peones, luchaba por despejar de las imponentes estructuras una auténtica maraña de raíces y lianas, que dejaran ver con claridad los edificios, Catherwood trazaba, con la ayuda de un teodolito, un exacto plano de la ciudad. A medida que los trabajos de limpieza avanzaban, las muestras del arte maya grabado en las piedras lucían con todo su enigmático esplendor. Catherwood se dispuso a dibujar, con la ayuda de la cámara lúcida2, todo lo que allí veía, pero su estética, acostumbrada a cánones más rígidos, chocó en principio y de forma irremediable con el barroquismo de las manifestaciones artísticas recién descubiertas. Durante trece días permanecieron en Copán, si bien Stephens marchó hacia Guatemala en busca del Gobierno de América Central, algo muy complicado en aquellos tiempos, mientras Catherwood continuaba dibujando en la ciudad.
El fallecimiento del embajador de los Estados Unidos de Norteamérica en estos territorios hizo que Stephens, seguidor de la política del Partido Demócrata, solicitara el cargo que había quedado vacante. Esta petición fue aceptada y contribuyó, como ya vimos, junto con otra serie de factores, a que este primer viaje fuera posible. Desde Copán, Stephens inició el trabajo que le había sido encomendado: clausurar la embajada, enviar los documentos de la misma a los Estados Unidos e iniciar las gestiones para la firma de un tratado comercial. Todo esto parecía fácil, pero en la Guatemala de aquellos años, donde tres candidatos, Carrera, Ferrara y Morazán, se disputaban sangrientamente el poder, no podía hablarse de empresas sencillas. A pesar de esto, Stephens logró con creces sus objetivos, y, libre ya de sus compromisos diplomáticos, y en poder de varios salvoconductos firmados por las máximas autoridades militares y religiosas, emprendió de nuevo, junto con su compañero Catherwood, la búsqueda de las ciudades mayas. El próximo objetivo se llamaba Palenque.
Pero mientras Stephens arreglaba sus asuntos diplomáticos en Guatemala, Catherwood descubrió, a 50 kilómetros al norte de Copán, las ruinas de Quiriguá, centro catalogado como de segunda clase, y que es poseedor de una espléndida colección de monumentos, entre los que destaca la Estela E, erigida en el 771 d. C., con más de 10 metros de altura3.
El 7 de abril de 1840, Stephens y Catherwood, emprendieron el camino hacia Palenque. Atravesando el lago Atitlán y la aldea de Santa Cruz del Quiché, llegaron en Semana Santa a Quetzaltenango, y a finales de abril a Comitán, ciudad fronteriza del Estado de Chiapas, y lugar en el que un nuevo problema les iba a surgir, pues el comandante del lugar tenía órdenes expresas del general Santa Anna, presidente de México, de que nadie visitara la ciudad. Pero, haciendo caso omiso a tal prohibición, llegaron a la aldea de Palenque, próxima a las ruinas, después de un penosísimo viaje4.
Tras reponer fuerzas y contratar a los obreros que les ayudarían en sus trabajos, salieron muy temprano en busca de los edificios de los que tanto habían oído hablar, acercándose a Palenque siguiendo el curso del arroyo Otolún, que divide la ciudad en dos partes, entre la exuberante vegetación que rodeaba y cubría las ruinas. Palenque se les presentaba, al igual que a cualquier visitante actual, como una obra maestra de los arquitectos mayas, que supieron conjugar a la perfección el sobrio estilo arquitectónico de sus edificios con el entorno natural en el que se encuentra. Inmediatamente se dispusieron a comenzar los trabajos, y, en la estructura conocida como El Palacio, instalaron su campamento.
Aunque Stephens había leído todo, o casi todo lo que estaba escrito sobre la ciudad de Palenque, no cabe duda de que debió comenzar desde cero. Los edificios localizados y descritos por Antonio del Río o Dupaix aparecían cubiertos por una espesa vegetación y su nuevo descubrimiento se debía, sobre todo, a una tarea de intuición. Por sus ojos desfilaron, una a una, la práctica totalidad de las principales estructuras de Palenque; Catherwood dibujó con enorme acierto la planta del Palacio, distinguiendo los muros caídos de los que quedaban en pie, y los grandes bajorrelieves de piedra que se encuentran en el patio principal. El Templo de las Inscripciones, lugar en el que Alberto Ruz, arqueólogo mexicano, descubrió en 1952 la tumba de Pacal con su valiosa ofrenda; el Templo de la Cruz, con su tríptico en piedra profusamente decorado; el Templo del Sol, con los grabados que tanto impresionaron a Catherwood, fueron dibujados, medidos y estudiados, como nunca antes lo habían sido.
A pesar de encontrarse a casi 500 kilómetros de Copán, y con una experiencia de los centros mayas bastante limitada, Stephens llegó con sumo acierto a demostrar la homogeneidad del arte maya y que la historia de ese pueblo se hallaba escrita en los complicados jeroglíficos que decoraban gran número de sus construcciones. Maravillado por la grandeza de Palenque, Stephens pensó que en aquel lugar podía realizar una operación similar a la efectuada en Copán, pero en México el panorama era distinto, pues, a pesar de ofrecer la cantidad de 1.500 dólares por las ruinas, un extranjero no podía ser propietario de tierras, si no contraía previamente matrimonio con una mujer mexicana. Los arraigados principios de soltería que Stephens mantuvo durante toda su vida impidieron que el norteamericano comprara una nueva ciudad para trasladar sus monumentos al Museo de arte americano que pensaba crear en Nueva York.
El 1 de junio de 1840 abandonaron la ciudad de Palenque con destino a la Laguna de Términos, en el Golfo de México, para continuar en su viaje costero hacia el norte hasta el puerto de Sisal, y dirigirse desde allí a Mérida, lugar en el que esperaban ver a don Simón Peón y visitar la ciudad de Uxmal. Sin embargo, y aunque Stephens pudo contemplar el espectáculo que representa la visión de las estructuras existentes en dicho centro, la exploración de Uxmal no pudo llevarse a cabo debido a que Frederick Catherwood había caído enfermo; las fiebres, el paludismo y el intenso trabajo minaron su salud. El 24 de junio de 1840, ambos exploradores parten rumbo a La Habana y desde allí prosiguieron el camino que les llevaría a Nueva York.
Al año siguiente publica Stephens sus Incidents of Travel in Central America, Cbiapas and Yucatan, en el que narra las peripecias del primer viaje, las descripciones de las primeras ciudades mayas exploradas, sus impresiones sobre ellas y sus trabajos como diplomático ante el inexistente gobierno de América Central. Fue un libro de enorme éxito entre los lectores no sólo por su amenidad, sino porque ponía a toda una sociedad en contacto con una cultura prácticamente desconocida.
La sensación de que todavía quedaba mucho por hacer, y la privilegiada situación económica por la que atravesaban en aquellos momentos ambos viajeros, fueron factores que avalaban la necesidad de efectuar un nuevo viaje. Pero este nuevo periplo por tierras mayas iba a ser distinto al anterior. No cabe duda de que Stephens preparó cuidadosamente todos los detalles del viaje, eligiéndose para ello una zona concreta del territorio, y contándose con la participación de un naturalista de cierto prestigio, el doctor Cabot, encargado de efectuar una serie de trabajos sobre la fauna de Yucatán. Y así, el día 9 de octubre de 1841, los tres viajeros embarcaron a bordo del Tenessee, con destino a Sisal y la ciudad de Mérida.
Yucatán en la época de Stephens y Catberwood
La ciudad de Mérida, capital del Estado de Yucatán, fue fundada en 1542 por Francisco Montejo el Mozo, sobre las ruinas del antiguo sitio maya de T'ho'5. De las informaciones suministradas por los viajeros, frailes, cronistas, etc. se desprende que en este importante asentamiento existieron cinco estructuras principales de gran tamaño, la última de las cuales fue demolida para la construcción del mercado municipal, habiéndose detectado hasta treinta núcleos domésticos en el interior del área periférica de la ciudad. Como muy bien apunta Barrera Rubio (1983:14), y al margen de otras cuestiones que podríamos denominar de estrategia militar, el establecimiento de la nueva capital en un lugar de gran importancia religiosa para el pueblo maya fue un factor determinante en la finalización del largo proceso de conquista.
Como ya hemos visto, a esta tranquila y bella ciudad yucateca llegaron Stephens y Catherwood en la víspera de la festividad del Corpus Christi de 1840, cuando su primer viaje tocaba a su fin. Tal vez el ambiente festivo que hallaron en la misma podría parecerse al de hoy día en un domingo cualquiera, de música y danza, en el meridano Parque de Santa Lucía. Cuando la recorrieron, debieron sentir una sensación similar a la de cualquier viajero que la visite en la actualidad. Sus limpias calles llenas de luz, su colorido, su calma, sus amables gentes son rasgos que la definen y que incitan al que llega a conocerla a soñar con el regreso. Pero, si la Mérida de hoy es un paraíso del sosiego y la tranquilidad, en esos años cuarenta del siglo pasado el ambiente era radicalmente distinto, pues un gran número de problemas empañaban el horizonte político y social de la República mexicana.
Yucatán se declaró independiente de España el 15 de septiembre de 1821, escogiendo la vía del federalismo, que la colocaba en una situación política similar a la que mantenía durante el dominio español. Al tratarse de una administración acostumbrada a caminar separada bajo la monarquía española, el mandato centralista de López de Santa Anna significó un auténtico desafío para la clase gobernante de Yucatán. Contra este centralismo se alza, en 1838, Santiago Imán, capitán de la milicia en la localidad de Tizimin. Derrotado y obligado a refugiarse en la selva, logró, a base de prometer a los indígenas la supresión del pago a la iglesia, que éstos se le unieran en gran número. Tras la toma de Valladolid y la expulsión de los mexicanos de Campeche en junio de 1840, Yucatán se separa de México mientras el sistema federal no fuera respetado, nombrándose gobernador del Estado a Santiago Méndez, personaje a quien Stephens conoció durante su estancia en Mérida, y a Miguel Barbachano como vicegobernador.
Una de las primeras medidas que se tomaron fue la de revisar y actualizar las leyes del Estado, por lo que, en 1841, se elaboró una nueva Constitución de carácter liberal que sustituyó a la de 1825. Aunque ya la legislación de 1823 prohibió la introducción de esclavos declarando libres a todos los nacidos en la Península, la Constitución de 1841 concedía expresamente la ciudadanía a todos los habitantes del Estado, incluidos los indígenas. La introducción del derecho de amparo, otorgando a los tribunales la capacidad de oponerse a las leyes anticonstitucionales; la libertad de culto y una cierta participación del pueblo en las tareas de gobierno fueron algunas de las novedades introducidas por la nueva Constitución. Mientras tanto, el gobierno centralista de México atravesaba por todo tipo de problemas, arrastrados desde hacía tiempo, bajo la presidencia de Antonio López de Santa Anna.
Ante esta política anticentralista, el gobierno mexicano impone un bloqueo marítimo y económico del que sólo saldrá Yucatán tras hacerse con los servicios de varios barcos de la marina de Texas. En 1842, Santa Anna envió a Yucatán un ejército que resolviera la situación, lo que obligó a los yucatecos a armarse bajo el mando del general Pedro Lemus. En noviembre de ese año, los mexicanos desembarcaron en Champotón, derrotando al ejército yucateco. Lemus fue cesado y sustituido por el coronel López de Lergo, que logró frenar el avance mexicano ante las murallas de Campeche.
A principios de 1843, los mexicanos intentaron nuevamente acercarse a Mérida, pero, en una descabellada maniobra militar y tras algunos enfrentamientos con las tropas de Lergo, acabaron rindiéndose a las puertas de la ciudad. Esta victoria militar, que representaba también el triunfo del federalismo, estaba sin embargo empañada por los graves problemas que el aislamiento económico había producido en Yucatán. Conscientes de la fuerza que les otorgó la victoria pero a la vez preocupados por lo poco práctica que les resultaba la independencia, una comisión fue enviada a México para deshacer el bloqueo al que estaban sometidos los productos yucatecos. Las autoridades mexicanas autorizaron el libre tránsito de las mercancías de Yucatán por todo el territorio, a cambio de aceptar el régimen centralista contra el que tanto habían luchado. Pero, tiempo después, Santa Anna vuelve tras sus pasos y prohíbe nuevamente la llegada a los puertos mexicanos de los productos peninsulares, nombrando mediante decreto un nuevo gobernador para el Estado. En diciembre de 1845, Yucatán se separa nuevamente de México, nombrándose a Miguel Barbachano gobernador provisional. Pero el estallido de la guerra con los Estados Unidos motivó que las autoridades mexicanas se vieran en la necesidad de contar con el apoyo de los yucatecos, por lo que una vez más, y a cambio de su ayuda, los principios federalistas del Estado fueron respetados.
Aunque en un principio estos hechos pudieron considerarse como una gran victoria para los intereses de Yucatán, la realidad fue otra muy distinta, pues la independencia otorgaba a este territorio una neutralidad ante la guerra contra los Estados Unidos de la que ahora no disfrutaba. Campeche, por su condición de enclave costero, y ante el temor de que los ataques navales de la marina norteamericana dirigieran sus miras a la ciudad, se reveló a favor de la independencia y la neutralidad en diciembre de 1846. Y la guerra civil estalló en Yucatán. Los campechanos nombraron a Domingo Barret como máximo representante del nuevo gobierno provisional, mientras, en Mérida, el gobernador Miguel Barbachano hacía frente a la nueva y grave situación que iba a desembocar, tras la derrota de su ejército en Mérida, Tekax y Peto, en el violento asalto y saqueo de la ciudad de Valladolid, a manos de un numeroso batallón de indígenas en enero de 1847.
Pero, si el panorama político, en la época en que Stephens y Catherwood recorrieron Yucatán, era grave, la situación del campesinado no era mucho mejor. Frente a las grandes haciendas y ranchos, propiedad de los ricos terratenientes, se levantaban a duras penas las comunidades agrícolas indígenas que, con arraigados elementos culturales mayas, subsistían mediante el sistema de milpas6, dentro de una economía comunal heredada de los tiempos prehispánicos.
Después de la independencia, el poder de los terratenientes sobre la clase campesina se acrecentó aún más, y los abusos a los que éstos estaban sometidos eran casi continuos. La apropiación, por parte de los ranchos y haciendas, de los terrenos comunales y ejidales, favorecidos por las leyes de propiedad y adquisición de tierras, la obligación de pagar los indígenas un impuesto por el cultivo de sus propios terrenos, y el estado de esclavitud encubierta en el que se encontraban son algunas de las causas que dieron lugar a los sangrientos sucesos de 1847, que, con el asalto a la ciudad de Valladolid, iniciaban la llamada Guerra de Castas de Yucatán. Bracamonte y Sosa (1984 a: 14) nos proporciona un interesante documento, que refleja claramente la situación de opresión e impotencia en la que, inexorablemente, se hallaba inmerso el campesino maya. Curioso texto, porque afecta a un personaje con el que Stephens trabó bastante amistad como es Simón Peón, dueño de la hacienda y de las ruinas de Uxmal, que en agosto de 1835 pretendía aumentar la renta a un campesino indígena. Dicho documento nos cuenta cómo #mandó el señor Don Simón Peón a sus criados a destrosar los elotes de mi milpa# destrosaron solo cinco mecates dándome termino de ocho días para obligarme a pagar por el restante a diez mecates por un peso, de una carga de maíz, y, a no, mandará destrosar y cortar la que queden, que son 73 mecates; y constando por veinte y un recibos que conserbo #hasta el año pasado 1834, pagar los arrendamientos de cada veinte, una carga de maíz, yo y mis dos hijos7.
Peripecias de viaje a Yucatán
Como ya hemos visto a lo largo de estas páginas, Incidents of Travel in Yucatán, con los 120 grabados de Frederick Catherwood, fue publicado por vez primera en Nueva York por la firma Harper and Brothers en 1843. De las dos obras americanas de Stephens ésta es sin duda la más completa, pues no se trata sólo, lo que no es poco en este caso, de un libro de viajes, sino que nos encontramos ante los primeros, y en muchos casos, acertados intentos de penetrar de una forma objetiva en el conocimiento científico y en la reconstrucción de la historia prehispánica de la civilización maya.
Aun hoy día es un libro de lectura obligada entre aquellos que se interesan por el pasado de este pueblo, pues su importancia no radica exclusivamente en los numerosos lugares arqueológicos que se nos describen por vez primera, sino también por la minuciosidad y el detalle con que efectúa tales descripciones. Pero es evidente que, en la fecha de su primera publicación, Peripecias de viaje a Yucatán al igual que el primer libro de Stephens sobre los mayas produjo en la sociedad de su tiempo algo que hasta la fecha parecía impensable, pues dotó a las civilizaciones mesoamericanas de una entidad y un carácter totalmente propio, alejado de las fantásticas influencias que años atrás se le habían adjudicado. Stephens y Catherwood fueron los primeros (la Relación de las cosas de Yucatán, de Landa, no había sido encontrada todavía) en adjudicar la construcción de las numerosas ciudades que vieron durante sus viajes a los antiguos habitantes de la región8. Aunque carecían de datos para asignar a éstas una cronología, sin embargo, sus deducciones no fueron del todo desacertadas. Escribía Catherwood en la introducción de sus Views: El Sr. Stephens y yo, después de un examen preciso y comparativo de los restos antiguos, (concluimos)# que (las ruinas) no son de una antigüedad inmemorial, obra de razas desconocidas, sino que, como ahora las vemos, fueron ocupadas y posiblemente erigidas por las tribus indias que poseían el territorio en la época de la conquista española, que son la producción de una escuela de arte indígena, adaptada a las circunstancias naturales del país y a la política civil y religiosa que entonces prevalecía, y que representan sólo analogías ligeras y accidentales con las obras de cualquier pueblo o de cualquier país del Viejo Mundo (Hagen, 1981:328).
La experiencia acumulada en el primer viaje por tierras centroamericanas, y el que Stephens leyera con atención las obras de los cronistas, como Herrera, Cogolludo o Lizana, aplicando estas enseñanzas a su nuevo libro, hacen que Peripecias de viaje a Yucatán sea uno de los primeros trabajos válidos en los que la etnohistoria, la arqueología y la literatura indígena se dan la mano persiguiendo un objetivo común: desentrañar, desde una óptica multidisciplinaria, uno de los más importantes enigmas arqueológicos con el que se enfrentaba el hombre de ciencia del pasado siglo.
Por todo ello, esta obra de John L. Stephens asienta con firmeza las bases de lo que, tiempo después, será la mayística moderna. A su aportación clave, como fue la de asignar los grandes centros que contempló a los antiguos habitantes del Mayab, hay que unir las primeras descripciones de cuarenta y cuatro sitios arqueológicos de gran importancia en la actualidad, así como la elaboración del mapa más exacto de Yucatán efectuado hasta esos momentos. Deseoso de hacer su obra más completa, Stephens incluyó en esta segunda obra un valiosísimo apéndice, que forma parte del llamado Chilam Balam de Maní, si bien su publicación no fue completa, como tampoco lo fue el estudio que su primer descubridor, don Juan Pío Pérez, efectuó sobre este importante documento9.
Pero este libro no es solamente una obra sobre arqueología maya, pues de él podemos extraer un amplio abanico de conocimientos no sólo en lo concerniente a la historia social, política y económica del Yucatán de mediados del siglo XIX, sino también sobre el carácter de su autor. Desde esta óptica, John L. Stephens aparece como un hombre seguro de sí mismo, seguro de su capacidad y con un sentido de clase muy profundo y arraigado. Y esto se refleja en su obra con claridad. En el capítulo IV del II volumen, Stephens nos narra su visita al Rancho Kiuick, y nos dice: El tal propietario era un indio puro, el primero de esta antigua, pero degradada raza, a quien hubiésemos visto en la posición de ser dueño y propietario de tierras# Involuntariamente le tratamos con todo el respeto y miramiento que jamás habíamos mostrado antes a ningún indio; pero, ¡quién lo sabe!, tal vez en esto no estábamos enteramente libres de la influencia de los sentimientos que gobiernan en la vida civilizada, y nuestro respeto pudo haber provenido de saber que nuestro conocido nuevo era un propietario, que poseía no solamente algunos acres de tierra, indios y una finca productiva, sino también dinero efectivo, el gran --desideratum-- de estos tiempos positivos.
Hagen (1981:132) también es consciente de esta realidad al observar cómo Stephens, cuando se encontró en Belice sentado entre dos personas de raza negra, escribió: Algunos de mis compatriotas habrían vacilado en aceptar esa situación, pero yo no; ambos señores estaban bien vestidos, eran bien educados y corteses. Evidentemente, estas actitudes, estos comentarios, que hoy día pueden parecernos extraños, no empañan lo más mínimo la trayectoria y las aportaciones que Stephens, junto a su compañero Catherwood, ha realizado gracias a sus viajes por tierras centroamericanas. Posiblemente, sin esa determinación y arrogancia, sin esa fuerza de carácter y sentido de clase, nada de lo que nos ha legado hubiera llegado a nosotros, y John L. Stephens ni siquiera sería recordado hoy como un ilustre abogado de Nueva York.
Esta primera edición publicada en España de la inmortal obra de John L. Stephens emplea la traducción que de la misma efectuó don Justo Sierra O'Reilly, patriarca de las Letras Yucatecas. Editada en dos tomos, en la ciudad de Campeche, llevó por título Viaje a Yucatán a fines de 1841 y principios de 1842, saliendo a la luz el primer volumen en 1848 y el segundo en 1850.
Desde este momento son numerosos los intentos de publicar en castellano la obra del escritor norteamericano, pero algunos constituyen un indudable fracaso, sin duda, por los elevados costes que una publicación de este tipo conlleva. Así, en 1869 se publicó en Mérida y por entregas hasta el capítulo XIV del primer volumen, en edición a cargo de Manuel Aldana Rivas; mientras que el poeta yucateco Luis Rosado Vega, autor de la letra de una de las más bellas y polémicas canciones de amor jamás escrita en Yucatán, intentó una tercera edición en 1923, pero sólo se imprimió hasta el capítulo XV del primer volumen10. Es en 1937 cuando se publica en la ciudad de México, y a cargo del Museo Nacional de Arqueología, la cuarta edición en dos volúmenes, con introducción de César Lizardi Ramos, y titulada Viaje a Yucatán: 1841-1842. Años después, y con el mismo título, el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía de México publica en 1939 y también en dos volúmenes la quinta edición de la obra de Stephens. Por último, en 1984, la Editorial Dante de Mérida lanza al mercado en dos volúmenes Viajes a Yucatán, con introducción de Rodolfo Ruz Menéndez, y en la que se incluyen aquellos pasajes que hacen referencia al primer viaje de Stephens y Catherwood por tierras yucatecas, extraídos de Incidentes de Viaje a Centroamérica, Chiapas y Yucatán, obra que vio la luz por vez primera en la ciudad de Nueva York en 1840.
Es en 1853 cuando se publica en alemán bajo el título de Begebenheiten auf einer Reise in Yucatan, y en la actualidad se encuentra editada en varios idiomas, destacando la que en 1962 efectuó la Universidad de Oklahoma, con introducción de Victor W. von Hagen, y la que llevó a cabo en 1963 la Dover Publications de Nueva York, al reproducir el original publicado en 1843, y en la que pueden contemplarse la totalidad de las litografías preparadas por Catherwood para aquella primera edición.
La obra que presenta ahora la colección Crónicas de América intenta, en la medida de lo posible, ajustarse al máximo a aquel trabajo original. Lamentablemente no han podido reproducirse todos los dibujos de Frederick Catherwood, pero el texto aparece íntegro en ambos volúmenes, incluyéndose los dos apéndices finales con los que Stephens culminó su obra, traducidos íntegramente para esta edición11.
Stephens y Catherwood vivieron en una época donde los movimientos románticos marcaban el ritmo a seguir. Es quizás por eso que la arqueología maya, el continuo descubrimiento, de esta cultura, tenga, aún hoy día, unos ciertos tintes de romanticismo que impregnan al trabajo realizado de un cariz muy especial. Y, aunque a veces hay confusiones, no se trata, lógicamente, de llevar el estudio de la cultura maya a un grado de idealización tal que las investigaciones sobre este tema parezcan la obra de un poeta fracasado. No, se trata simplemente, y no es poco, de apasionarse con la labor a realizar, y de sentirse continuamente insatisfecho ante el trabajo terminado. La célebre obra del escritor norteamericano, los inseparables dibujos de Catherwood y, por qué no, la edición que ahora les presento son un vivo reflejo de esta realidad.
Juan L. Bonor Villarejo
Madrid, enero de 1989.